Juan
L. Ortiz: la intemperie sin fin
RODOLFO
ALONSO
Ese singular entrerriano, bautizado como Juan Laurentino Ortiz pero a
quien todo el mundo insiste en llamar Juanele,
nació en Puerto Ruiz el 11 de junio de 1896, pasó su primera infancia en
Mojones Norte -donde su padre, un hombre de Areco, era administrador de una
estancia situada entre selvas y montes-, hizo su escuela primaria en Villaguay y
luego se radicó en Gualeguay, donde se recibe de maestro. A los diecisiete años
le bastó sólo una rápida pasada por Buenos Aires, ciudad que no logra
seducirlo, en la que toma sí contacto con los bohemios de la
literatura, el arte y la política pero a la que decide sabiamente
abandonar (“Deja las letras y deja la
ciudad...”), a pesar de habérsele ofrecido un puesto, para muchos
envidiable, en el célebre diario Crítica. En 1915 se radica definitivamente en Gualeguay, donde es
empleado del Registro Civil, se casa con la compañera de toda su vida, Gerarda
Irazusta, y tiene un hijo, Evar. A partir de 1942 se afinca en Paraná, siempre
a la orilla del gran río, donde a los cuarenta y seis años se jubila también
como Jefe del Registro Civil (mediante el cual ha tenido contacto direc to con
la vida de todos sus vecinos), quedando totalmente libre para su actividad
esencial y absorbente: la poesía, y donde fallece el sábado 2 de setiembre de
1978.
Pero estos meros datos biográficos resultan en absoluto insuficientes -y
muy especialmente en este caso- para transmitir la calidad humanísima de su
vida y de su obra. Quiso el destino que yo fuera uno de aquellos jóvenes que ya
desde mediados de la década de los cincuenta peregrinábamos literalmente desde
Buenos Aires a Santa Fe y de allí cruzando entonces por los lanchones a Paraná,
para tomar contacto directo con este hombre para nosotros prácticamente mitológico,
y sin embargo tan sencillo y afable, que era una evidencia viviente de lo que
antes sólo intuíamos y después de conocerlo comprobamos que podía ser un auténtico
poeta: una vida total e íntegramente entregada a la poesía, a una poesía que
no fue en lo absoluto apenas una mera actividad literaria.
Totalmente
desprendido de cualquier preocupación por mezquindades o arribismos, y sí
profundamente dedicado a lo esencial de una experiencia poética que se confundía
con su propia vida, recién a los treinta y seis años, y sólo merced a la
tenaz imposición de un grupo de poetas amigos, Juan L. Ortiz acepta publicar su
primer libro: El agua y la noche, de
1933. Todos los posteriores, hasta De las
raíces y del cielo, en 1958, fueron ediciones de autor, que después de
1940 él databa siempre en Paraná aunque hubieran sido realizadas en la
recurrente imprenta porteña de Castro Barrera, con la especialísima tipografía
mínima y amplio formato que exigía para sus poemas (la misma estilización
longilínea que requería para sus prendas, sus utensilios o hasta sus
animales), y sin ningún tipo de circulación comercial o promocional.
Sólo en
1970, gracias también a la generosa dedicación de un grupo de jóvenes
adictos, entre los que se destacaba Hugo Gola, la Editorial Biblioteca, de
Rosario -en realidad órgano de una luminosa biblioteca popular-, publica en
tres tomos y bajo el sugestivo título de En
el aura del sauce su obra completa. Y recuerdo muy bien que no poco tuvieron
que lidiar los fraternos interesados con la tenaz intransigencia de Ortiz, no sólo
para conseguir el conjunto definitivo de los textos sino también para congeniar
con las posibilidades reales sus pertinaces exigencias de forma, de tamaño y de
diseño.
Pero, y es
lo que en realidad importa finalmente, más allá de cualquier anécdota, la
obra poética de Juan L. Ortiz resulta el desarrollo creciente, progresivo,
natural y prácticamente orgánico, de una percepción del mundo y del universo,
del hombre, los vegetales y los animales asumidos en forma cada vez más fecunda
y más rica, encarnados en un lenguaje que le es a la vez propio y general, como
su misma respiración. Sin alardeos formales pero manteniéndose siempre fiel a
su propia intimidad y a su propia concepción de la poesía, su palabra crece y
sube, hasta llegar a los poemas-río de sus últimas épocas, hasta convertirse
ella misma en el río, en ese río que
nos lleva y que somos.
Y no son pocas las enseñanzas que el devoto de la poesía puede extraer
de la frecuentación de la poesía (y por lo tanto de la vida) de Juan L. Ortiz.
Cómo se puede poseer, y a la vez inventar hondamente una región querida, un
cielo, un río, unas colinas, sin caer en el remanido pintoresquismo ni en el
regionalismo preconcebido. Cómo se puede ser fiel a la vez, sin traicionar
ninguno de los dos, a las ineludibles exigencias de una clara fidelidad por la
mejor poesía y de una manifiesta solidaridad con los desposeídos y con los
oprimidos. Cómo se puede ser, también, y nada menos, fiel a un lenguaje que
nos expresa íntima y profundamente y -al mismo tiempo-, milagro de la poesía,
convertir a ese lenguaje en un bien general, enriquecedor y disponible para
todos.
El
11 de junio de 1996 se cumplieron cien años del nacimiento de Juan L. Ortiz. Es
el tipo de conmemoraciones que, en otras épocas, devolvía (así fuera en forma
momentánea) algún tipo de resonancia pública a los grandes artistas
olvidados. No ha sido el caso. Si no fuera por una o dos instituciones privadas,
y otros tantos organismos provinciales, el acontecimiento hubiera pasado casi
totalmente inadvertido. Cosa que, después de todo, no le hubiera movido un pelo
a su principal protagonista. Porque, si de algo estaba lejos Juan L. Ortiz, si
algo no le rozaba siquiera el pensamiento, era la posibilidad de convertirse en
destinatario de ceremonias u homenajes.
Y esto puedo afirmarlo porque lo conocí. De una manera mucho más
secreta, absolutamente personal, junto con aquellos otros se cumplieron también
unos cuarenta años desde que lo visité en Paraná, por vez primera. Aunque
también es muy probable que haya sido incluso antes. Pero si los documentos
sirven para algo, de 1956 es una de las pocas fotos de entonces que han
sobrevivido. Y, con ella, volviéndola a contemplar, se me devuelven aquellos años
de mi juventud en que, cruzando por encima del ancho río desde Santa Fe a la
capital entrerriana, unos pocos íbamos a su encuentro.
Hay descubrimientos concretados en esos primeros años que, como si fuéramos
únicos, se nos hacen de tal modo reveladores que no podemos ni siquiera
permitirnos pensar en compartirlos. Ese ser acaso ni presentido, que se
corporiza de pronto frente a nuestros ojos asombrados, apareciéndosenos como si
ya lo hubiéramos conocido desde siempre, cumpliendo sin saberlo casi todos
nuestros sueños, se nos muestra tan íntimo, tan intransferible, que cuesta
imaginarnos la misma (o similar) experiencia, vivida por otros.
Pero la vida tiene, como bien lo sabía Ortiz, extrañas formas de
manifestarse. Sin que mediara por mi parte sugerencia ni alusión alguna, un
poeta muy joven, con quien no habíamos hablado del asunto, me escribió espontáneamente
y, entre otros temas, recordaba un reciente viaje de verano a Entre Ríos con su
novia. Habían pasado por Gualeguay, y visitaron la casa donde vivió el poeta.
“No sé bien qué
buscábamos, tal vez secretamente lo buscábamos a él y ver su casa vacía y su
busto en una plaza fue como la confirmación de su muerte. Le cuento esto porque
en algún lado vi una foto suya donde Juanele está con usted y otros poetas y
eso me da como una nostalgia del pasado ajeno, tal vez la menos mala de las
envidias.”
Y
entonces descubro que, después de tantos años, ya he aprendido a compartir a
Juan L. con otra adolescencia. Pero también que soy yo, ahora, en cambio, quien
envidia, y precisamente la oportunidad de ser un joven y descubrir, todavía,
por cuenta propia, como un descubrimiento, como si fuera la primera vez, en su
poesía o en su aura, esa presencia entrañable que es Juan L. Ortiz.
“El poeta, cuando habla de la
cosa, es la cosa”, fue una de
las primeras confidencias que me hizo. Y también, casi simultáneamente, que
“El pueblo tiene sabiduría de intemperie”. Entre ambas verdades, todavía,
de algún modo, me parece que aún es posible rastrearlo. Hace muchos años, en
ocasión de estarse publicando por primera vez una amplia historia de la
literatura argentina en forma de fascículos, al proponer yo que se dedicara uno
de ellos a la obra de Ortiz, me sentí responder (y por alguien no desprovisto
de sensibilidad e información, incluso universitaria) que no había escuela o
corriente donde ubicarlo. Sin salir de mi estupor no dejé de insistir,
precisamente en que su absoluta originalidad estaba más allá de todo esquema y
que, por eso mismo, se merecía un lugar alto y aislado. Pero no tuve suerte.
(En aquella ocasión porque, finalmente, se lo incluyó.)
Los libros de Juan L. Ortiz fueron, desde siempre, artesanales, de dignísima
modestia, y sin otro tipo de circulación que no fuera la afectiva. En el aura del sauce fue el título que eligió, él mismo, para
encabezar la primera edición de sus poemas completos, aquellos legendarios tres
tomos de portada gris plata que la rosarina Editorial Biblioteca publicó como
vimos durante 1971, y que la última dictadura militar convirtió nuevamente en
leyenda al destruirlos. Así como se hizo también mitológica la ansiosa búsqueda
de los originales para un anunciado cuarto tomo, que nunca se encontraron pese a
muchos esfuerzos.
Si la
aparición en un título general de ese concepto, “aura”, no fuera de por sí tan notablemente significativa,
recordemos lo que había expresado tiempo antes, ¿sobre el mismo tema?, nada
menos que Walter Benjamin, y a partir de Novalis: “La experiencia del aura reposa por lo tanto sobre la transferencia de
una reacción normal en la sociedad humana a la relación de lo inanimado o de
la naturaleza con el hombre. Quien es mirado o se cree mirado levanta los ojos.
Advertir el aura de una cosa significa
dotarla de la capacidad de mirar.” A lo cual añade, como nota al pie: “Esta
actitud constituye una de las fuentes primordiales de la poesía”.
Para concluir, poco después, que ciertos descubrimientos psicológicos “vienen
a apoyar un concepto de aura según el cual ésta es
la aparición
irrepetible de una lejanía”.
¿No podríamos, entonces, aceptar, no sin cierta temblorosa inquietud,
pero sin esperar de ello ni certidumbre ni
precisión alguna, que Juan L. Ortiz resulta -por lo menos- acaso uno de los
pocos (y grande) simbolistas de nuestro continente y nuestra lengua? Por
supuesto, percibiendo bajo esa denominación mucho más que una escuela o
tendencia literaria. Como se sabe, las ambiciones del simbolismo en sus mejores
vertientes fueron mucho más amplias y más profundas que las de una mera
capilla. El hombre que era capaz de llamar “niñas”
a las colinas entrerrianas, que podía sentirse sin impostación alguna “junto
a una hierba” o a quien vi yo mismo conviviendo sin distancia ninguna con
animales y crepúsculos, con el río y los verdes, con seres y con cosas que él
sentía animados o que se animaban para él, con él, en una comunión a la vez
terrena y cósmica, no puede ser confinado por supuesto a su temprana
compenetración con los mejores simbolistas (“mis
belgas”, como él bien dice, explícitamente).
Claro que el
mismo poeta que puede preguntarse, en sus comienzos: “¿De dónde nos asimos en el dulce naufragio?”, es capaz igualmente
de advertir, tiempo más tarde, que “Sería
necesario un oído / no ya sólo
sutil, sino sereno. / ¿Y
hay un oído sereno / ahora?”.
Esa intuición de ligarlo con los postulados más hondos del mejor simbolismo
sin dejarlo clasificado bajo un rótulo no responde, entonces, en absoluto, a
las mismas razones -así sea antípodas- que impidieron su inclusión destacada
en aquella historia de nuestra literatura. Por el contrario, resurge de las
mismas razones (“Deja las letras y deja
la ciudad...”) que llevaron a
Juan L. Ortiz a apartarse de todo. De todo lo que no fuera a la vez inmediato y
esencial. De lo esencial que para él era a la vez magnífico y humilde, cósmico
y fraternal, intemperie sin fin y universo sin fin. ¿Cómo no recordar, a este
respecto, a esa otra alma que bien podría ser gemela de la suya, aquel que
quiso llamarse Saint-Pol-Roux, que abandonó los halagos de París y la
literatura para convertirse en el Gran Viejo, en el Mago de la apartada y mítica
Bretaña, feliz como uno más entre
sus pescadores, pastores y
labriegos, y que constituye también -no por casualidad sin que los literatos o
los universitarios lograran percibirlo- a la vez una culminación del mejor
simbolismo y el mejor puente con la poesía moderna o las vanguardias?
Hace
ya un tiempo, Alfredo Veiravé me hizo el honor de invitarme a participar de un
homenaje a Ortiz, nada menos que en su Gualeguay. Aproveché para correrme unos
pocos kilómetros hasta Puerto Ruiz, casi aledaño, a fin de conocer
personalmente el lugar donde había nacido nuestro poeta. Y aunque ya estaba en
cierto modo predispuesto por ese aire de lo que quiso ser y se detuvo en el
tiempo, de alguna forma parte del encanto de la villa gualeya, en Puerto Ruiz
ese impacto fue todavía mayor. Las melancólicas instalaciones ferroportuarias
ahora detenidas, se volvían irrisorio monumento al lado del estancamiento
general. De la casa donde nació Ortiz sólo quedaba la pared del frente, en un
patético equilibrio inestable, acentuado quizás por la tocante placa de la
sociedad de escritores locales.
Pero mucho más tocante que todo eso era el contexto general. La tarde
serenísima, de grandes cielos abiertos, se combaba sobre los infinitos, acuáticos
paisajes entrerrianos, con morenas y delgadísimas figuras a medias inmersas en
las aguas, de pie (gente que, como ellos mismos me dijeron, ya sólo vivía de
la caza o de la pesca), sobre cuyas cabezas los pájaros dejaban una huella tan
leve como silenciosa, en medio del gran silencio general. De pronto, me descubrí
percibiendo que eso encajaba a maravillas con la entera poética de Juan L.
Ortiz. Y no supe ni puedo ni sabré precisar nunca si Oscar Wilde tenía
finalmente razón en aquello de que la naturaleza imita al arte, o si todo el
mundo de Juan L. no surgía con espontánea frescura de ese mismo ámbito, de
esos seres y aguas y horizontes y cielos y tardes que sus ojos de niño habían
visto sin duda con asombro, con pasmo original, penetrados de tan sutilísima
belleza, después de abrirse por primera vez. Porque la patria de los poetas es
su lengua, sí, pero también su infancia.
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