La indomable y feroz memoria
Por Juan Gelman*
Este honor, esta alegría emocionada
de presentar a Olga Orozco, su obra, tropieza con tres muros infranqueables. En
el primero alguien ha escrito que la poesía habla por sí misma. En el segundo
está escrito que la poesía habla por sí misma. En el tercero, que la poesía
de Olga habla por sí misma. Entonces no la estoy presentando.
Apenas la estoy acompañando, como desde hace mucho me acompaña su voz “ronca
y llorada”. Por lo demás, ella misma ha advertido que la poesía “es un
organismo vivo, rebelde” y que
analizar su lenguaje “es atrapar a un coleóptero, a un ángel, a un dios en
estado natural y
salvaje y someterlo a injertos y disecciones, hasta lograr un cadáver
amorfo”.
Nadie sabe qué es la poesía. Se la describe por aproximación o imagen. La
poesía es
lenguaje calcinado. La poesía es un árbol sin hojas que da sombra. La poesía
es palabra
donde aún crepitan cenizas de lo que no alcanzó a tener nombre. Olga prefiere
la
definición del poeta estadounidense Howard Nemerov: “La poesía es la
tentativa de
apremiar a Dios para que hable”. Pero Dios está mudo y ella lo apremia sin
descanso.
Dylan Thomas explicó que nadie insistiría en este ardiente oficio de la poesía
si no fuera
en espera del milagro y se consolaba con Chesterton, para quien lo
verdaderamente
milagroso de los milagros es que a veces se producen. Olga busca algo más
fascinante
que el milagro, es decir, la materia que los hace. Por eso en su escritura no
hay milagros:
toda ella es milagrosa.
Me pregunto cuánta sangre viva del alma ha vertido Olga para –son sus
palabras– hacer
talismanes con “un indefenso corazón enamorado”, entrar en “las dos caras
de los
sueños”, conocer “ese color de invierno deslumbrante que nace donde
mueres”, ganar
“cetros de bestia en la intemperie”, comer “la almendra del misterio”,
tener caras
sucesivas como “un muestrario de nieblas, de terrores”, vestir “de reina,
de bruja, de
mendiga”, roer los duros huesos de las desapariciones, cocer “las sustancias
de la
separación”, resistir “las invasiones de la oscuridad”, padecer “las
comuniones del
contagio”, perfeccionar “penurias como dichas”, confeccionar “el lujoso
inventario de
todo lo imposible”, convivir con una “vocación de abismo”. La ocupación
de Olga es
fijar vértigos.
El “yo soy otro” de Rimbaud va más allá en el “yo soy el otro” de
Nerval y aún más
lejos en el “somos tantos en otros” de Olga Orozco. Su poesía -que ciertos
críticos
obedientes al ejercicio de etiquetar, adscribieron al neorromanticismo, o al
surrealismo,
o a otros ismos que vagan por ahí– es desde el inicio absolutamente única y
su presencia
trae la felicidad. Da nombre a seres que han de esperar siglos antes de existir.
Como un niño, la poesía busca nombrar lo que no puede. Después de tantos
millones de
palabras, la palabra sigue siendo tiempo que nace y que desnace para nacer otra
vez.
Revela la realidad velándola.
Olga nació en La Pampa, una provincia mitad verde y mitad seca del interior de
la
Argentina, barrida por un gran viento –“dios excesivo, dios alucinante”–
que trastorna
límites de arena en el desierto y trae “pesadillas de horizonte”. Así
conoció las regiones
que cambian de lugar cuando se nombran: el pasado, la infancia. Olga niña
preguntaba:
“¿Por qué el viento trae sólo viento?” O: “¿Me ves, mamá? ¿Estás
segura de que me
ves, o crees que me ves porque yo te veo y creo que me ves?”. La no agotada
interrogación del mundo en Olga continúa y no obedece al principio de realidad
sino al
orden del deseo. Como San Juan de la Cruz, ella abre hacia el cielo “la boca
del deseo,
vacía de cualquier otra llenura”. Es el deseo de la falta, que Olga traba y
amasa en el
esplendor de sus poemas.
¿Qué hace a su escritura sino el ver lo invisible? ¿Qué persigue sino la
palabra que cante
lo inefable? Olga ha dicho que sus poemas se aproximan invariablemente a ese
centro
sin golpearlo, pero sabe que no hay centro. O que ese centro “es una unidad más
vasta
que el universo” y pequeña para su sed. El centro está en el revés de su
sed. Olga
atraviesa –dice– “confusiones desconcertantes entre la pesadilla y la
vigilia”, el porvenir
mirado desde atrás, las madrigueras de la oscuridad que revisa para no olvidar.
La
poesía –avisa– “está entretejida con la sustancia misma de la vida
llevada hasta sus
últimas consecuencias”: lo que es, lo que no es, lo que pudo ser y no fue.
Por eso la
poesía de Olga dice lo que dice y también dice lo que calla y de ese modo
calla lo que
dice con un silencio parecido al de la revelación. Como la de los grandes místicos,
la
experiencia de Olga se cumple en la escritura.
De niña Olga Orozco exigía que le firmaran certificados de residencia en el
planeta
Tierra. Veía fantasmas familiares. Tenía a veces “los pies tristes”. La
abuela le
habilitaba unicornios. Desembocaba en otros mundos aunque no se quería ir. Era
miembro de la Organización de Espías de Toay, la ciudad donde nació. Con toda
razón.
¿No dijo Shakespeare que los poetas son espías de Dios? Olga desarma los
jamases del
mundo.
Nunca se la ha visto merodear por los pasillos del poder político en busca de
alguna
sinecura, ni en los vericuetos de la vida literaria extendiendo la mano por un
premio. No
se presentó al Juan Rulfo, que un jurado sabio le acordó. Esto, que parece un
rasgo de
carácter, un mero dato biográfico, es un acto de escritura. “Los poetas
creemos en las
palabras –dice Olga– como si fueran mariposas en libertad”. Las palabras
creen en los
poetas, digo, cuando éstos vuelan en libertad.
La poesía de Olga es poderosa, tiene oleajes de fulgor que, al retirarse, dejan
colmillos
de furia y territorios sembrados de joyas. Olga conoce el dolor de la palabra
hecha
cuerpo. Sus palabras no cosen un vestido, suturan una herida. Ella se cita con
sus
pérdidas y sostiene la belleza continua.
Dice que su memoria es “indomable, ávida, feroz” y será su arma “contra
las
contingencias del tiempo y de la muerte”. Pero su lucidez es irreductible al
solo juego
del recuerdo. En Olga, la relación entre imaginación y vivencia es tan intensa
que crea
otra memoria, en que el sueño de la realidad se rehace como sueño de la
escritura.
Olga declara que “en un arcón en llamas guarda intacto el cadáver de su
inocencia”.
Seguramente en otro arcón, o en una tropa de caballos color púrpura que giran
en el aire,
o en la danza de ollas y asadores asaltados por un capricho inocente y horroroso
de un
cuento galés, ella guarda su infancia intacta y viva, las piedrecitas en la
mano que
prueban la interrupción del mundo visible por el otro, la abuela que aparece
cuando
Olga se despierta en el sueño. La visión es en Olga experiencia vivida. Ve
mejor con los
ojos cerrados. Ve por ojos de niño. Tiene la infancia empozada y saca aguas de
ella
cuando quiere.
“La poesía puede proceder fuera del tiempo .-dice Olga–, en grandes saltos
respecto al
tiempo”. Ella libra una guerra encarnizada contra “el escorpión del
tiempo”, su “látigo
que azuza”: “Hemos luchado a veces cuerpo a cuerpo./ Nos hemos disputado
como
fieras cada porción de amor”.Esa lucha, esa voluntad de resistir al tiempo,
“violar sus
estatutos”, enfrentarlo con la memoria de la realidad y la memoria de lo no
sucedido
todavía, ¿no es acaso la expresión más ardiente del deseo? Así, cada poema
es una
aventura erótica que muere en él, renace en el siguiente, y no se apaga el
deseo de
alcanzar su objeto, oscuro y desconocido, un agujero que habita en la imaginación
posible. Como pensaba René Char: “El poema es el amor realizado del deseo que
se
queda en deseo”. Esta sed es infinita.
Tal vez por eso Olga afirma que lo contrario de la vida no es la muerte, es la
nada. Ella
posee una “lengua insaciable que devora el idioma de la muerte en grandes
llamaradas”,
sabe que la muerte está llena del esplendor de los bienes extraviados, es el
suelo del
amor perdido, desgarrón y desnudez que tiembla. Hay en su escritura una versión
lujosa
de la muerte.
La incandescencia de los textos de Olga abre al lector y lo eleva al olvido de sí,
al
éxtasis semejante al del amor y la experiencia mística. Es una poesía de
“sangre
ilimitada, sangre de abrazo, sangre de colmena”, ella dice. Es una poesía en
estado de
vigilia permanente y muestra que la esperanza se ensancha cuando duda y el ser
conoce
la errancia y los exilios. Es una poesía que no admite el consuelo de la razón
y se
convierte así en consuelo del amor. De tanto laberinto recorrido Olga ha visto
que “la
belleza nos ciñe en su trama y nos rehace”. Su poesía nos transforma, se
hace uno, el
otro, los demás.Olga se ha preguntado si Dios no se perfecciona acaso en todos
y cada
uno de nosotros. No estoy seguro de eso. En cambio sé que en Olga ocurre
exactamente
eso: en ella Dios se perfecciona.*
Este texto fue escrito por el autor para la
presentación de Olga Orozco, cuando en Guadalajara, le entregaron el
premio Juan Rulfo de Literatura.
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